Antes de que anochezca

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IVÁN JIMÉNEZ MONTALVO

Imagine un mundo iluminado por seis soles. Sus habitantes, durante miles de años, sólo han conocido la luz diurna. Con el tiempo, la extinción de algunos de sus astros y una extraña conjunción cósmica hacen surgir la oscuridad. Tras el impacto de descubrir un cielo llovido de estrellas y la ausencia de sistemas de iluminación al margen del fuego, se desencadena una espiral de locura y destrucción que marca el final de la civilización. Este es el argumento de “Anochecer”, un relato de ciencia ficción escrito por Isaak Asimov para advertirnos de algo evidente: el desarrollo de una sociedad depende de los retos que se le plantean y cuando no pueden superarlos, muere.

Pero la muerte no es tanto el misterio como el hecho mismo de haber existido. La vida requiere de ingenio para ir saliendo del paso ante cualquier contratiempo y, por desgracia, el Universo está lleno de ellos. Nuestra existencia está estrechamente ajustada al domicilio cósmico, cualquier variación es suficiente para cambiar el destino del planeta. De entre los complementos que hacen habitable este hogar, el Sol resulta de primera necesidad. La vida es, sobre todo, un fenómeno solar. Y podría desaparecer dentro de unos pocos cientos de millones de años cuando la luminosidad de nuestro astro aumente tanto que el calor nos abrase. Para entonces, quizá encontremos una sombrilla donde poneros a salvo.

Un horno para bollos

El destino de un astro depende de su masa. Cuanta más masa tiene, más corta es su vida. Si bien las estrellas masivas tienen esplendorosos finales explosivos, como un municipio en verbena, los astros más modestos, como el Sol, tiene una muerte por entregas. En lugar de estallar, pasan los últimos años de su vida quemando combustible a espasmos, al modo de un fumador a quien le falta el aire.

Por ahora, nuestro astro disfruta de los privilegios de un funcionario, es lo que llaman secuencia principal, es decir, el periodo estable y reposado en el que pasa la mayor parte de su vida, ajeno al entramado kafkaiano del Universo que le rodea. El Sol ha gastado ya la mitad de su existencia y le quedan unos 5.000 millones de años más para su jubilación. Sin embargo, día a día se hace más luminoso y caliente. Esto se debe a los procesos de fusión nuclear que tienen lugar en el interior de la estrella, un auténtico horno que utiliza el hidrógeno como leña para fabricar helio e irradia esquirlas de energía que recibimos en forma de luz.

Pero conforme envejece, nuestro astro cada vez tiene menos hidrógeno, que va extendiéndose hacia sus capas más exteriores. Mientras, acumula en su centro mayores cantidades de helio, como un anciano con el colesterol alto. De este modo la estrella echa barriga, aumentando su tamaño y luminosidad. Como consecuencia, en menos de 1.000 millones de años, la temperatura de la Tierra aumentará tanto, que bastará asomarse a la ventanapara calentar la leche y secar las zapatillas de deporte en lugar de utilizar el microondas.

Lucha de gigantes

El Sol se gana a pulso el equilibrio entre dos fuerzas: la gravedad, que actúa atrayendo el gas estelar hacia el centro comprimiéndolo, y la presión de radiación que actúa en sentido contrario intentando expandir el sistema. Cuando el Sol haya consumido todo el hidrógeno, su centro se enfriará. Al igual que encoge un globo cuando se deja de soplar, no habrá presión suficiente para contrarrestar la gravedad y sus capas exteriores caerán hacia el núcleo hasta colapsar.

Sin su fuente de energía, el helio se convertirá en un nuevo combustible y con él se iniciarán nuevas reacciones de fusión más energéticas para formar núcleos de carbono que invertirán el proceso. El núcleo volverá a estar tan caliente, que la presión de radiación hacia el exterior aumentará. La gravedad no será suficiente para aguantar sus capas exteriores y la estrella se expandirá como remedio para detener el colapso y volver a una situación de equilibrio.

Al hincharse, a pesar del aumento de su brillo, la temperatura en la superficie se tornará más fría, dándole una apariencia rojiza. El Sol se habrá convertido en una gigante roja, con un diámetro 100 veces mayor que su tamaño actual y una luminosidad 500 veces más intensa. Pero una estrella hinchada como el hígado de un pato a punto de ser Foie-grass no permanecerá estable por mucho tiempo. Las estrellas son industrias químicas que con el tiempo van produciendo elementos más pesados, pero menos seguros para su permanencia.

Entre pompas de jabón

Al agotarse el helio, el Sol no será capaz de quemar el carbono de su núcleo, cada vez más compacto y denso. Sin la temperatura ni la presión necesaria, la gravitación hará que vuelva a colapsar. El Sol entrará en una fase muy inestable y sufrirá una serie de oscilaciones, expulsando las capas exteriores de su atmósfera a través de fuertes vientos estelares. De esta forma se quitará un peso de encima, quizás la mitad de su masa, dando origen a nubes brillantes de gas y polvo. Es lo que se conoce como nebulosa planetaria y en el Universo presentan formas tan elaboradas y complejas que recuerdan a hormigas, estrellas de mar u ojos de gato.

En el fondo, las estrellas no se diferencian de otras realidades cotidianas. Como destaca el astrofísico Juan Antonio Belmonte, “la evolución estelar es parecido a lo ocurrido en muchos imperios como el Romano o, recientemente, la Unión Soviética: una gran potencia, que centraliza todo el poder y en un momento determinado, incapaz de defenderse a sí mismo y dar órdenes, colapsa, de forma que las partes exteriores se independizan”. Pero el Universo es algo más ingenioso que las sociedades humanas y hacen de esto un proceso biodegradable. La materia expulsada enriquece el medio interestelar dando lugar a nuevas estrellas.

En el Universo todo es materia reciclada. “Nosotros somos la prueba: los átomos de carbono de nuestro cuerpo y el oxígeno que respiramos se formaron en el interior de estrellas anteriores”, aclara Belmonte que considera ésta una prueba más del conjunto de piezas que corroboran el puzzle de la evolución estelar: “no tenemos dudas sobre la teoría: observamos estrellas como la nuestra en todas sus fases evolutivas; conocemos, por la fabricación de bombas H, las reacciones termonucleares en el interior solar y la energía que en ellas se desprende; y los estudios de abundancia demuestran que el carbono, el nitrógeno y el oxígeno, son los elementos más comunes en el Universo después del helio y el hidrógeno”.

Con el tiempo, la envoltura del Sol se difundirá y quedará sólo una pequeña estrella desnuda con toda su masa comprimida, ocupando una esfera de diámetro similar al de la Tierra. Su temperatura superficial será muy alta, por lo que brillará con luz blanquecina. Para entonces, el Sol será una enana blanca. Y a medida que ésta vaya radiando su energía, se irá enfriando y debilitando. Poco a poco, nuestro mundo pasará del tormento de las llamas al frío gélido del rígor mortis.

La vida a la parrilla

El origen y la evolución de la vida están íntimamente relacionados con el nacimiento y muerte de las estrellas. El Sol arrastrará a la Tierra a su extinción. Pero el proceso será gradual. La vida requiere fundamentalmente un equilibrio de temperatura que depende de dos factores: la concentración de gases invernadero, en especial, el dióxido de carbono (CO2), y la variación de la luminosidad solar. Conforme el Sol vaya aumentando su brillo, la Tierra ejecutará un mecanismo de defensa para contrarrestar el calentamiento, absorbiendo grandes cantidades de CO2 a través rocas y silicatos, y compensándolo, luego, con la actividad volcánica.

Sin embargo, cuando la luminosidad del Sol haya aumentado un 10% respecto de la actual, las cosas empezarán a complicarse y no sólo por la dificultad de encontrar una crema solar adecuada. El CO2 prácticamente será eliminado de la atmósfera, dejando a las plantas y organismos autótrofos sin su fuente de vida. Con su extinción, además de la reducción del oxígeno que respiramos, una parte esencial en la cadena alimenticia se romperá, ya que las plantas son las responsables de sintetizar las moléculas orgánicas que sirven de alimento a la mayoría de seres vivos complejos. Esto ocurrirá posiblemente dentro de 800 y 1.000 millones de años. Para entonces, la energía interna de la Tierra prácticamente se habrá apagado por lo que no habrá forma de volver a remitir más CO2 a la atmósfera. Este será, pues, el final de la vida pluricelular.

Como subraya el experto en Física Solar Manual Vázquez, “es sorprendente que, en un planeta tan adecuado para la vida como la Tierra, el intervalo de tiempo en el que hay organismos multicelulares sea relativamente breve, apenas 1.200 millones de años en un periodo que durará 10.000”. Es decir, en los 4.600 millones de años que tiene la Tierra, la vida unicelular aparece hace 3.800. Sin embargo, los primeros seres pluricelulares, que surgen hace 600 millones de años, se extinguirán dentro de 800 y la vida microbiana habitará nuevamente la Tierra durante millones de años. “Si en el futuro vas a buscar un planeta, lo más probable es que tenga vida, pero en una fase en la que sólo haya microorganismos”, advierte este investigador.

El siguiente paso en los acontecimientos llevará a la Tierra a convertirse en un planeta muy parecido al actual Venus. Al seguir aumentando la luminosidad solar, los océanos empezarán a evaporarse, creando densas nubes de vapor de agua que se elevarán hasta las capas más altas de la atmósfera en un último intento desesperado de la Tierra por protegerse de la luz solar. Allí, sin embargo, la radiación ultravioleta romperá las moléculas de agua en sus componentes; el hidrógeno al ser muy ligero se escapará al espacio y el oxígeno oxidará la superficie terrestre. La Tierra se quedará sin océanos.

“La evaporación de los océanos es algo que ocurre todos los días, aunque a unos ritmos prácticamente despreciables, y lo podemos ver desde el espacio donde los átomos de hidrógeno que se escapan producen una delgada línea brillante”, explica Vázquez. Sin embargo, deberán pasar 1.300 millones de años, cuando la luminosidad aumente un 15%, para que se produzca la pérdida total de agua en la Tierra, algo que ya le pasó al vecino Venus en sus primeros millones de años de evolución debido a su proximidad al Sol. Aun sin agua, la atmósfera de la Tierra puede que no desaparezca, aunque sí cambiará en su composición química y densidad, suponiendo una débil protección contra la radiación y los meteoritos, cuyos impactos serán cada vez más frecuentes.

Bacterias en el metro

A medida que el Sol evolucione el planeta se convertirá en un lugar estéril y asfixiado como un pez fuera del agua. Pero aun sin los océanos, la vida se resistirá. Posiblemente, se atrinchere bajo la superficie terrestre. “Se considera que la mayor cantidad de biomasa que existe en la Tierra, no depende del Sol, sino que está enterrada; es decir, hay más seres vivos, en unidad de masa, debajo de la superficie que sobre ella”, señala Vázquez. “Esta biomasa mejor protegida podría tener más posibilidades de perdurar y, en especial, los organismos más resistentes al calor, los hipertermófilos”.

Un ser vivo necesita tres requisitos: un medio líquido, una fuente de energía y un suministro de carbono. Según Vázquez, “estos microorganismos se buscarán la vida y tratarán de encontrar nichos para sobrevivir”. Al no utilizar el Sol como fuente de energía, la obtendrán a través de procesos químicos. También estarán aseguradas las provisiones de carbono y puede que quede un poso líquido en zonas subterráneas. “Es una nueva visión que no existía hace unos años -asegura este investigador-; tal vez Marte nos pueda dar una idea: si encontramos vida debajo de su superficie marciana, podremos deducir que en la Tierra será algo muy parecido”.

Aunque la vida subterránea elemental sea la última superviviente, es muy probable que termine antes de que el Sol llegue al estado de estrella gigante roja. “Todos los seres vivos comparten una serie de propiedades bioquímicas como el ADN y si bien los hipertermófilos pueden resistir condiciones de calor extremas, llegará un momento en que la temperatura alcance el punto de fusión del ADN y éste se rompa”, explica Vázquez. A partir de entonces, poco importará a la vida lo que ocurra con nuestro planeta. Desgraciadamente, el mundo es muy corporativo, no se puede vivir sin cuerpo y sin material genético del cual heredar la calvicie.

Cuando el Sol se convierta en una gigante roja, su órbita se expandirá hasta engullir con toda seguridad Mercurio y Venus. Pero, ¿y la Tierra? Los científicos especulan sobre varios escenarios posibles. Para los que creen que el Sol alcanzará la órbita de nuestro planeta no hay muchas esperanzas. Por ahora, es más difícil reunir las cenizas de un planeta que los pedazos de un jarrón roto. La otra posibilidad es que, al perder parte de su masa, se debilite la fuerza de la gravedad del Sol y la órbita de nuestro planeta crezca y evite ser incinerada. Tal vez, entonces, la Tierra sea testigo desde dentro de la formación de una nebulosa planetaria, aunque las vistas den a un Sistema Solar de mundos muertos encadenados a una estrella encogida y anciana.

Con la casa a cuestas

¿Qué le pasará a la especie humana? Para el famoso divulgador Carl Sagan, “la predisposición al cambio, la búsqueda reflexiva de futuros alternativos son la clave para la supervivencia de la civilización y tal vez de la especie humana”. El espacio es la próxima frontera para la vida y el elemento humano es esencial para exportarla a otras estrellas. La vida es expansionista desde su principio y ha emergido gracias a su rapidez y astucia De la misma suerte que los organismos han colonizado todos los lugares posibles en la Tierra, quizá nuestros descendientes cojan las maletas y se propaguen por el Universo, saltando de planeta a planeta como una ardilla cuando podía recorrer la Península de árbol en árbol.

Para Manuel Vázquez, “hablar de las posibilidades del hombre se sale de los procesos naturales; lo lógico es que se extinga como cualquier otra especie”. Sin embargo, según este investigador, nuestra fragilidad como especie nos ha dotado de otras cualidades para la supervivencia. “Si bien las bacterias se adaptan a los cambios, el hombre ha tenido la ventaja de modificar las cosas para que no varíen sus condiciones externas, como la capacidad de vestirse o de emigrar a otras zonas, y ha invertido leyes biológicas tremendas, como la curva de la mortalidad”. Según él, el siguiente paso “dependerá de cómo hagamos compatible la necesidad de mayores cantidades de energía con conservar el planeta habitable”.Y añade: “tenemos posibilidad de sobrevivir, de ir a otro planeta y transformarlo, aunque tendremos que llevárnoslo todo”.

El transporte de la vida a otro planeta requerirá el trabajo en equipo. Nuestro destino va unido al de otras especies. Si algún día los humanos residen en el espacio, se llevarán con ellos las plantas y animales que los alimenta y, a la vez, las bacterias, hongos y otros organismos que los habitan. La extensión de lo humano es la extensión de su ecosistema, pero también de la tecnología para mantenerla. Como sugiere la eminente bióloga Lynn Margulis, “las máquinas progresan hacia una estrecha interconexión con la vida, no sólo humana, sino con un rico muestrario de formas biológicas”. Según ella, la tecnología forma parte de la estrategia humana para su supervivencia, aunque no nos garantiza nada: “Así como la cola del espermatozoide se separa una vez el mensaje genético ha penetrado en el óvulo, también los seres humanos son prescindibles en última instancia”.

El viento en contra

A todos nos gusta hojear los libros antes de leerlos, a pesar del riesgo de abrirlos por donde no deben. Ojalá el Universo no tenga la misma afición que nosotros ya que en la novela de la Tierra hay muchos capítulos trágicos para la vida: impactos de meteoritos, explosión de una supernova, variaciones en el campo magnético, destrucción de la capa de ozono, inestabilidades en la dinámica del Sistema Solar, cambios en los parámetros de la órbita terrestre, alejamiento de la Luna, etc. “No vivimos en una burbuja cerrada, sino en un Universo violento y cambiante”, afirma Vázquez. Como una casa sin tejado en un día de lluvia, la Tierra ya no es un refugio seguro contra la voluntad cósmica.

Aunque todas las sociedad humanas se han enfrentado siempre a amenazas, lo que singulariza a la moderna sociedad es el conocimiento del carácter irreversible de muchos riesgos. Los peligros invisibles se han vuelto visibles. Pero ver un poco siempre es mejor que no ver nada. La ignorancia en medicina no nos pone a salvo de las enfermedades. No es que los riesgos hayan aumentado, sí nuestra visión sobre ellos. Y cuanto más conscientes somos, tanto más elevadas son nuestras necesidades de reflexión para enfrentarnos a nuestro destino.

En la antigüedad, las catástrofes eran irremediables para los hombres, hoy es irremediable que los hombres sean responsables de su generación, su destino y de todo lo que alcanza a transformar. Tal vez, la raza humana encuentre la manera de preservar su especie y de salvar su herencia cultural; o bien, la capacidad de comprender nuestro devenir en el Universo sea la recompensa de no poder habitar este hogar para siempre. En cualquier caso, tenemos la obligación de preservar la vida, incluso a expensas de que ésta continúe sin nosotros, antes de que todo se reduzca a cenizas y el viento nos las tire a los ojos.