José Gálvez
No cabe duda de que la iluminación eléctrica ha supuesto un avance importantísimo para la ciudadanía moderna. Ya nadie se imagina la noche sin luces que la iluminen. Destellos en la publicidad, edificios y monumentos que brillan en multicolor o cañones de luz que indican la localización de una discoteca son sólo unos ejemplos de la cotidianeidad nocturna. Está claro que la electricidad se ha convertido en algo irrenunciable pero, ¿dónde termina la necesidad y empieza la ostentación? ¿Cómo marcar un límite entre el servicio público y el derroche energético? ¿Se ha caído en el error de vincular el desarrollo social con el despilfarro? Lo que está claro es que no siempre más luz significa iluminar mejor.
Bajo los cielos el ser humano ha aprendido a orientarse, ha sabido en la estación del año en la que vivía y ha mirado a las estrellas para decidir si tocaba recoger la cosecha o para inspirarse con representaciones artísticas. Sin embargo, hoy en día, el excesivo alumbrado de los núcleos urbanos provoca un destello difuso en el cielo, que dificulta alzar la mirada y ver algo distinto a la Luna. Es lo que se conoce como contaminación lumínica, un problema que ha permanecido siempre en un segundo o tercer plano y que ahora empieza a no pasar tan desapercibido.
La Comunidad de Canarias fue una de las primeras en darse cuenta de esta cuestión. Sus condiciones climáticas y geográficas le atribuyen un excelente escenario donde poder observar el firmamento. Es por ello que hace 20 años (en 1988) el Parlamento Español aprobó la Ley sobre la Protección de la Calidad Astronómica de los Observatorios del Instituto de Astrofísica de Canarias (IAC) con el objetivo de garantizar un cielo nocturno despejado en el que poder realizar la actividad investigadora de la astronomía.
20 años de lucha
El pasado 31 de octubre se cumplió el vigésimo aniversario de esta iniciativa y son varios los avances y repercusiones que de ella han surgido. Numerosas instalaciones de alumbrado público se han venido modificando desde entonces para conseguir frenar el imparable avance de la contaminación lumínica. “En todo este tiempo se ha logrado un ahorro energético general del 40 por ciento”, comenta Federico de la Paz, de la Oficina Técnica para la Protección de la Calidad del Cielo (OTPC) del IAC. Así, con el simple cambio de una bombilla de mercurio por otra de sodio, que consume menos, se consigue gastar un 39 por ciento menos de energía, sin necesidad de que la calidad de la iluminación disminuya”, añade el experto.
Pero no se trata sólo de permitir a los amantes del cielo disfrutar tranquilamente de su afición. Un alumbrado responsable permite también disminuir el gasto energético. Según Francisco Javier Díaz Castro, de la OTPC, “el consumo de energía se reduciría simplemente iluminando lo estrictamente necesario, con apagados durante las horas de la noche de aquellas bombillas que iluminan, por ejemplo, los edificios y monumentos notables de las ciudades”. Sólo con este gesto se consigue un ahorro del 25 por ciento como mínimo.
Por otro lado con farolas adecuadas que dirijan la luz hacia el suelo, dejando libre el cielo, se ilumina sólo aquello que interesa y, según Díaz Castro, se respetaría mucho más a varias especies animales de hábitos nocturnos que se ven afectadas por tanta luz.
En Canarias, el Ministerio de Ciencia e Innovación ha invertido casi tres millones de euros en modificar el alumbrado público e intentar aislar a los observatorios del IAC de la citada contaminación. En concreto, ese dinero ha estado dirigido a la isla canaria de La Palma, donde la Ley del Cielo tiene carácter retroactivo, es decir, “allí, no sólo las nuevas instalaciones de alumbrado deben cumplir con la norma como ocurre en Tenerife, sino que también hay que cambiar las ya existentes”, explica de la Paz.
Toda una batería de medidas que, sin duda, han tenido una repercusión importante tanto a nivel nacional como fuera de nuestras fronteras. Buen ejemplo de ello lo constituye ‘Starlight’, una iniciativa internacional en la que participaron la UNESCO, además de diversos países, y de la que nació una declaración en defensa de la calidad del cielo nocturno y el derecho de la Humanidad a disfrutar de la contemplación del Universo.
Entre las Comunidades Autónomas que se han unido y han regulado al respecto se encuentra Cataluña, Islas Baleares, Navarra, Cantabria o Madrid. Aún así, la mayoría de ellas siguen teniendo unos niveles de contaminación lumínica bastante altos. Para luchar contra este problema, la capital de España, por ejemplo, redactó en el año 2002 la Ley de Impacto Ambiental donde en uno de sus artículos se propone evaluar y proponer “medidas y acciones tendentes a la protección del medio nocturno, minimizándose la contaminación lumínica de los nuevos desarrollos urbanísticos propuestos”. Además, hace tan sólo unas semanas el Ayuntamiento de Madrid ha aprobado una nueva ordenanza reguladora de la publicidad exterior de la capital, por la que se reduce el tamaño de los anuncios y se contempla la creación de una “zona de especial protección” para el casco histórico de la ciudad. Según el Consistorio, se trata de una iniciativa pionera en España a través de la cual la publicidad será controlada con más atención y esto ayudará a que la luz emitida se reduzca.
Electricidad Vs Agua corriente
A pesar de los esfuerzos, la mayoría de estas iniciativas siguen siendo insuficientes. Se trata de normas, leyes, proyectos que una vez redactados y publicados se quedan, como suele decirse, en ‘papel mojado’. La mayoría no llegan a cumplir al cien por cien lo que en un principio se acuerda y redacta. Son ideas, buenas intenciones que quedan en el aire sin que las instituciones públicas lleguen a tomarlas totalmente en serio.
Es curioso que si comparamos la luz eléctrica con el agua corriente, nadie permitiría que una fuente ornamental no tuviese un circuito cerrado para que el líquido transparente fuese reaprovechado. Y es que tirar el agua está mal visto. Sin embargo, desperdiciar luz en una farola que ilumine demasiado parece no haber calado hondo en la conciencia pública, a pesar de ser éste un recurso no renovable. La electricidad se extrae del uranio, petróleo y carbón, todos ellos agotables y contaminantes.
Seguramente, si una pantalla enorme obstaculizara el poder disfrutar del paisaje montañoso que rodea a una ciudad, o de los ríos que la atraviesan, la sociedad mantendría una actitud más crítica frente a un mal diseño del alumbrado público. El motivo es que éste también roba a los ciudadanos la posibilidad de disfrutar de otra parte, al igual que la sierra, del paisaje natural: la noche. Si cada uno pone un poco de su parte, aquello de que sólo en pueblos pequeños se disfruta de un cielo estrellado pasará a la historia, y las grandes urbes recuperarán un tesoro que nunca debían haber perdido.