No hay arte como el cinematográfico, capaz de crear nuevos mundos alternativos, sólo limitado por la imaginación de sus creadores. Pero, tal como dijo Pablo Picasso, «el arte es la mentira que nos hace comprender la verdad». La intención de esta sección es llamar la atención sobre aquellos momentos en que una buena recreación de la realidad nos provee, de manera inadvertida, de un mayor conocimiento científico.
El último artículo de nuestra sección describía los intentos del Dr. Octopus, archienemigo de Spider-Man, de conseguir la fusión controlada y «el poder del Sol... en sus manos». El villano de Muere otro día (Die Another Day, 2002) tiene las intenciones de controlar el poder de la misma estrella, pero con métodos diferentes. El adversario de James Bond, llamado Gustav Graves, es un magnate de los diamantes que construye un gigantesco espejo en el espacio para concentrar energía solar (a inspiración de otras dos películas de la serie Bond: El hombre de la pistola de oro (1974) y Diamantes para la eternidad (1971)). A primera vista, este artilugio es políticamente correcto, siendo un dispositivo altamente ecológico, dado que no ocasiona polución atmosférica, proporciona energía limpia y es prácticamente inagotable. Sin embargo, ocurre que el dispositivo, llamado Ícaro, es un arma de destrucción masiva, que concentra la luz con la fuerza de un láser, incinerando todo a su paso y haciendo posible la conquista del mundo (o algo semejante).
Las intenciones aparentes de Graves son brindar luz solar a zonas oscuras de la Tierra, mientras que su objetivo real es hacerse con un arma definitiva. ¿Pero tendría sentido un espejo en órbita? Salvo para hacer gigantescas barbacoas para el carnaval de Tenerife, posiblemente no. Pero existen poderosas razones para considerar la recogida de energía solar en órbita, especialmente en una época en la que el petróleo y otras fuentes de energía primaria comienzan a escasear y a encarecerse.
En el espacio, a la altura de la órbita de la Tierra, se reciben alrededor de 1.400 vatios de luz solar por metro cuadrado. No toda esta energía llega a la superficie terrestre. El ciclo de noche-día corta ese flujo por la mitad, y la llegada oblicua de los rayos solares reduce el remanente a otra mitad para una superficie típica de la Tierra. El efecto de las nubes y el polvo pueden reducir la luz disponible de nuevo a la mitad. Tenemos, en conclusión, que la luz solar es alrededor de ocho veces más abundante en una órbita geoestacionaria que en la superficie terrestre.
Estas ideas llevaron en 1968 a proponer satélites recolectores de energía solar en órbita geoestacionaria, conocidos en inglés como Solar Power Satelites (SPS), que enviarían a la Tierra, en forma de microondas, la energía recogida. En esa órbita, el satélite está estable en el punto que ocupa en el Ecuador, y puede mantener el haz de transmisión en una posición fija sobre la superficie terrestre.
La crisis energética de los años sesenta estimuló estudios del Departamento de Energía de Estados Unidos y de la NASA sobre la viabilidad de esta tecnología. El diseño final habla de un satélite formado por un gigantesco panel solar de forma rectangular, con un tamaño de 5 x 10 km. Las células fotovoltaicas transforman la energía solar en electricidad. Dado que la dispersión del haz de energía enviado es inversamente proporcional al tamaño de la antena, el panel está acoplado a una antena de 1 km de diámetro para transmisión de energía en forma de microondas, que pueden pasar sin atenuarse a través de nubes y lluvia. El haz de microondas es luego convertido en electricidad, siendo capaz de generar 5 gigavatios de potencia. Los ingenieros demuestran que las antenas pueden convertir la energía de microondas en electricidad con una eficiencia tan alta que sólo alrededor de un 10% se desperdicia en calor. Este sistema es mucho más eficiente que centrales nucleares, de carbón e incluso que paneles solares ubicados en la superficie terrestre.
Una estructura como la descrita es enormemente compleja y cara. Se calculó que el peso de uno de estos satélites podría estar entre las 30.000 y 50.000 toneladas. Para tener una idea de la escala de la que estamos hablando, la Estación Espacial Internacional, que es el proyecto espacial más complejo en la actualidad, tiene un peso de 470 toneladas. Dado que el concepto original del estudio norteamericano hablaba de una red de 60 de estos satélites en órbita geoestacionaria, no es extraño que los estudios fueran suspendidos. Los costos, dicho sin ironía, habrían sido astronómicos (incluso para el Sr. Graves).
Pero la idea no se ha olvidado. Recientemente, la NASA ha presentado una nueva evaluación de esta técnica, donde se establece una propuesta de estudios tecnológicos que llevarían a construir las plataformas más grandes para el 2050. Para hacer el sistema económicamente viable, los costos de puesta en órbita deben de estar en el rango de 100 a 200 dólares por kilogramo (en la actualidad, cuesta alrededor de 10.000 dólares poner un kilogramo en órbita terrestre). Dado que elevar el material de construcción desde la Tierra podría hacer el costo prohibitivo, la especulación lógica es traer los materiales desde la Luna, donde la menor gravedad haría más barato poner los materiales de construcción en órbita. Por el momento, el costo de producir energía eléctrica con fuentes de energía no renovables es relativamente barato (incluso comparado con valores históricos). Sólo cuando estas energías no sean económicamente rentables, sistemas alternativos como el SPS serán viables económicamente.
(Publicado originalmente en IAC NOTICIAS, N. 2-2004. pág. 90)
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Esta serie de artículos rinde homenaje a nuestro compañero Héctor Castañeda, fallecido recientemente. "LA REALIDAD DE LA FICCIÓN" fue una sección fija en la revista IAC Noticias, de 2001 a 2006, en la que el investigador analizaba películas y explicaba sus errores y aciertos.