“Agujero negro”, término con magia

Impresión artística de un agujero negro de un sistema binario. Créditos: Gabriel Pérez, SMM (IAC).
Fecha de publicación
Autor/es
María Carmen del
Puerto Varela

La conocida expresión, acuñada por el físico John Archibald Wheeler, sustituyó a las “estrellas congeladas” de la Unión Soviética

Lo acertado de un término científico puede ser determinante tanto para animar una investigación como para divulgar el concepto que encierra. Éste parece haber sido el caso de “agujero negro”, una de las expresiones que mejor responde a una idea intuitiva y de las más populares en Astrofísica.

Si concentramos una masa muy grande en un espacio muy pequeño tenemos como resultado un agujero negro. “Negro”, porque su fuerza de atracción es tan intensa que no deja escapar la luz de sus dominios, y “agujero”, porque todo lo que podría emitirse hacia el exterior vuelve a caer sobre él.

Ni qué decir tiene que los agujeros negros han sido el tema por excelencia de todo un género literario y también cinematográfico: caer en un agujero negro es uno de los horrores mejor descritos de la ciencia ficción. Es también un juego de magia en el Cosmos. Alguien que pudiera sobrevivir en un agujero negro podría emerger en otro lugar del espacio y en otro momento del tiempo. Incluso se ha especulado sobre la posibilidad teórica de que los agujeros negros puedan suministrar energía a una civilización futura de ámbito galáctico.

El lenguaje de la astronomía tiene un valor metafórico innegable y su construcción ha sido un proceso histórico y cultural que continúa en la actualidad, donde conviven los mitos greco-latinos con la teoría del Big Bang. Ejemplo de ello es la iniciativa de la Unión Astronómica Internacional (UAI) que, recientemente, ha puesto en marcha un concurso mundial con el objetivo de nombrar a 20 nuevos sistemas planetarios descubiertos en los últimos años. La propuesta española es llamar Cervantes a la estrella m Arae, y Quijote, Rocinante, Sancho y Dulcinea, a los planetas que orbitan a su alrededor.

Black hole, de donde deriva nuestro “agujero negro” (hoyo negro en otros países hispanoamericanos), también tiene su historia. Fue acuñado, o al menos puesto en circulación, como término científico en 1967 por el físico teórico John Archibald Wheeler para sustituir otras opciones, como las estrellas oscuras de Michell, las singularidades esféricas de Schwarzschild, las estrellas congeladas de la Unión Soviética y las estrellas colapsadas de los físicos de Occidente.

Inicialmente, el término agujero negro podría proceder de la expresión homónima referida a las prisiones militares en general y que describe Edgar Allan Poe en uno de sus cuentos (El Pozo y el Péndulo). Según el Diccionario de Oxford, esta expresión se popularizó a raíz del horrible episodio ocurrido en 1756, en los cuarteles de Fort William de Calcuta, en la India: 146 europeos fueron arrojados a estas peculiares celdas de castigo, de los cuales sólo 23 sobrevivieron a la mañana siguiente.

Los agujeros negros han sido objeto de continuas especulaciones. Fueron intuidos por primera vez a finales del siglo XVIII. El astrónomo inglés John Michell y el físico francés Pierre-Simon Marqués de Laplace sugirieron casi simultáneamente la idea de que si se combinara una gran masa y un radio pequeño sería posible obtener un cuerpo del cual la luz no podría escapar.

Dado que la velocidad de escape (la necesaria para vencer la atracción gravitatoria de cualquier astro) es proporcional a la raíz cuadrada de la masa de la estrella dividida por su radio, Michell argumentó que, cuanto más pequeña fuera el radio de una estrella, mayor sería esa velocidad. Según él, existiría un radio crítico para el que la velocidad de escape igualaría a la velocidad de la luz. Por debajo de este valor, la estrella sería tan compacta que la luz, afectada por la gravedad, no podría escapar.

Michell informó de su predicción acerca de la posible existencia de las estrellas oscuras a la Royal Society de Londres en 1783. El Universo podría contener un número enorme de tales estrellas oscuras, cada una de ellas en el interior de su propio radio crítico e invisible desde la Tierra al quedar atrapada la luz emitida desde su superficie.

En un artículo de 1939, y para negar precisamente la existencia de los agujeros negros, que aún no se llamaban así, Albert Einstein usó el término singularidades de Schwarzschild (otro astrónomo alemán que teorizó sobre ellos). De este modo, también negaba su propio legado intelectual pues estos objetos se predicen en la teoría de la Relatividad General.

Agujero negro vino a sustituir otras expresiones que los astrónomos utilizaron antes de 1968 para referirse al objeto creado del colapso o implosión estelar. Justo en la década anterior, como cuenta el físico teórico Kip Thorne en su libro Agujeros negros y tiempo curvo. El escandaloso legado de Einstein, los físicos soviéticos utilizaron estrella congelada, en el sentido de paralizada en el tiempo, como su traducción en inglés frozen star. Al quedar la luz atrapada por la gravedad, la implosión del astro, si pudiera verse desde tierra, parecería durar eternamente fuera del radio crítico.

La astronomía occidental, como si tratara de diferenciarse ideológicamente, optaba por otra terminología. El énfasis se ponía en el punto de vista de la persona que se mueve hacia adentro sobre la superficie de la estrella en implosión, a través del horizonte y hacia la verdadera singularidad. De ahí estrella colapsada, donde la física cuántica y la curvatura espacio-temporal se unirían.

Sin embargo, ninguna de estas opciones satisfacía a los astrónomos, hasta que Wheeler, cansado de estrella completamente colapsada gravitatoriamente, utilizó el término black hole. Y lo hizo –cuenta Thorne- como si ningún otro nombre hubiese existido nunca y todo el mundo estuviese ya de acuerdo en su uso. Lo ensayó en una conferencia sobre púlsares en Nueva York a finales de otoño de 1967 y luego en una charla en diciembre de ese año titulada “Nuestro Universo, lo conocido y lo desconocido”. No apareció escrito hasta 1968 con la publicación de un artículo en American Scientist donde Wheeler dice: “La luz y las partículas del exterior que emergen y caen al agujero negro sólo vienen a contribuir a su masa y a su atracción gravitatoria”. Al creativo astrónomo estadounidense le gustaba comparar la estrella en implosión, que llega a desaparecer de nuestra visión, con el gato de Cheshire de Alicia en el País de las Maravillas.

Sobre el término agujero negro existe una aceptación generalizada. Sólo en francés hubo reticencias iniciales por las connotaciones obscenas de la expresión al traducirla a ese idioma (trou noir) y que, aun así, cedieron ante la fuerza y extendido uso del término. Sin embargo, agujero sugiere “ausencia de materia”, lo que contradice el hecho de que los agujeros negros son notorios precisamente por su gran densidad. Junto con el problema del contenido de materia, también el color podría ser una contradicción terminológica de existir la radiación de Hawking. Pero incluso para este físico, el término agujero negro constituyó “un golpe de genio” que garantizó la entrada de estos objetos en la mitología de la ciencia-ficción y estimuló la investigación científica al disponer de un título aceptado por la comunidad científica. El propio Wheeler dice que fue “terminológicamente trivial, pero psicológicamente poderoso”, haciendo que mereciera la pena emplear tiempo y dinero en el estudio de estos objetos. Con los años, el término agujero negro se fue abriendo paso en la literatura científica.

Como apunta Kip Thorne, de todas las ideas concebidas por la mente humana, “desde los unicornios y las gárgolas a la bomba de hidrógeno”, la de los agujeros negros quizá sea la más fantástica. Pero la magia de estos objetos cósmicos se pierde en la nomenclatura de los candidatos, pese a disponer de dos nombres, uno el correspondiente a la fuente que emite rayos X –el voraz agujero negro en sí- y otro el de la constelación de su contrapartida óptica. Así tenemos los siguientes nombres de agujeros negrosX1956+350 ó Cyg X-1, X0538-641 ó LMC X-3, A0620-00 ó V616 Mon, GRO J1655-40 ó Nova Sco 94, GS 2023+338 ó V404 Cyg… Este último, cuyo estudio detallado por parte del investigador del Instituto de Astrofísica de Canarias (IAC) Jorge Casares y sus colaboradores británicos supuso la confirmación en 1992 de la existencia de estos hasta entonces hipotéticos objetos del Universo, vuelve a ser actualidad: tras más de 25 años de inactividad, V404 de la constelación del Cisne está produciendo violentas erupciones de muy alta energía a medida que devora masa de la estrella que lo acompaña, fenómeno que está siendo observado por telescopios espaciales y terrestres de todo el mundo, entre ellos el Gran Telescopio CANARIAS (GTC).

Este artículo ha sido publicado en la versión digital del periódico El País/Materia con fecha 27 de agosto de 2015: http://elpais.com/elpais/2015/08/26/ciencia/1440601643_229538.html