Andrea Ghez, cazadora de agujeros negros

Andrea Ghez trabajando en su despacho de la Universidad de California, Los Ángeles. Crédito: John Hook/Quanta Magazine.
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Andrea Mia Ghez era una niña normal, nacida en el seno de una familia normal, de clase media estadounidense de Nueva York. Creció haciendo lo mismo que las niñas de su edad en plenos años 60, parece que quiso ser bailarina de ballet en algún momento, aunque ese proyecto cambió radicalmente cuando fue testigo de la llegada de la humanidad a la Luna, evento que le llevó a interesarse por el Cosmos y a graduarse en Física por el Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT) en 1987.

A día de hoy, no hay nada de normal en Andrea Ghez, ya que es la 18 mujer en la historia en ganar un premio Nobel en una categoría de ciencias y la cuarta mujer en ganarlo en la rama de Física. ¡La cuarta mujer en 117 años! Las otras tres científicas fueron  Marie Curie en 1903, María Goeppert-Mayer en 1963 y Donna Strickland en 2018.

Ghez recibió el preciado galardón, compartido con el físico teórico Roger Penrose y el astrofísico Reinhard Genzel, por proporcionar la primera evidencia experimental concluyente de la existencia de un agujero negro. Penrose había predicho en 1965, que la formación de agujeros negros es una consecuencia directa de la teoría general de la relatividad de Einstein y demostró que se trata de un proceso natural que sucede al colapsar una estrella masiva (unas 8 veces más que nuestro Sol) al final de su vida. Estos son los agujeros negros estelares.

Pero los agujeros negros que caza Andrea Ghez son mucho mayores. Se trata de  gigantes descomunales que habitan los centros galácticos y cuya existencia no fue predicha por la teoría, sino que fueron encontrados gracias a la observación. Su búsqueda comenzó hace unas tres décadas y Andrea Ghez fue la pionera que la impulsó.

Ghez y su equipo persiguieron decenas de estrellas en las regiones centrales de nuestra galaxia durante años y las vieron completar órbitas extremadamente elípticas a velocidades inauditas. Por ejemplo, la estrella SO-2 -- que Ghez comenzó a observar en 1995, poco después de completar su doctorado en el prestigioso Instituto de Tecnología de California (Caltech) -- traza una órbita del tamaño de nuestro sistema solar cada 15 años. Por comparación, podemos pensar en Neptuno, el planeta más alejado del Sol, que tarda casi 165 años en realizar el mismo viaje.

¿Cómo pueden las estrellas moverse en esas órbitas a velocidades vertiginosas, en torno a un punto que es completamente invisible a los telescopios? Porque allí, en el centro de nuestra galaxia, a unos 26000 años luz de nosotros, reside un agujero negro supermasivo conocido como Sagitario A* y cuya masa, según calculó Ghez, equivale a cuatro millones de soles concentrada en una pequeña región de aproximadamente un pársec. Un monstruo de gravedad tan extrema que ni siquiera la luz puede escapar de él.

Diferencia entre usar óptica adaptativa y no utilizarla
Diferencia entre observar las estrellas del centro galáctico con y sin óptica adaptativa. Crédito: Keck/UCLA

Para su investigación, Ghez empleó los telescopios Keck de 10 metros ubicados en el Observatorio de Mauna Kea en Hawaii. Su entusiasmo y determinación estimularon al equipo de ingeniería del observatorio, junto al que trabajó codo con codo, en el desarrollo de instrumentación novedosa y puntera que le permitiera cartografiar las estrellas más cercanas al núcleo de la Vía Láctea. Sus trabajos iniciales se centraron en mejorar las técnicas de observación con telescopios, de forma que se pudiera aumentar la resolución espacial con la que observar dichas estrellas. Nació así la óptica adaptativa, que permite corregir las perturbaciones causadas por la atmósfera y mejorar la calidad de las imágenes astronómicas de forma muy significativa.

Imaginemos que miramos una moneda en el fondo de una piscina desde su borde. Si hay niños jugando en el agua, agitándola, tendremos una imagen muy  distorsionada de la moneda. Sin embargo, si el agua está completamente quieta veremos la moneda tal y como es, casi como si no hubiera piscina. Resulta imposible eliminar los constantes cambios de presión y de temperatura de la atmósfera que causan las distorsiones en la luz de las estrellas, pero sí podemos estudiar cómo se producen y desarrollar instrumentos que las corrijan. Esto es la genialidad que desarrolló Andrea Ghez. Además, introdujo mejoras importantes en la observación en el rango infrarrojo, necesaria para traspasar las densas nubes de polvo y gas que rodean el centro galáctico. 

Actualmente, Ghez es catedrática de Astronomía en la Universidad de California donde ha creado el Grupo del Centro Galáctico para coordinar la investigación y los desarrollos tecnológicos asociados a su investigación, fomentando la sinergia entre ciencia básica e ingeniería. Ghez, también ejerce de mentora para un gran número de estudiantes de doctorado e investigadores post-doctorales, y ha recibido premios internacionales de gran prestigio, incluido por supuesto, el premio Nobel de Física de 2020.

Como ella misma declaraba momentos después de haber recibido la noticia del premio “Para mí siempre ha sido muy importante alentar a las jóvenes en las ciencias, por lo que (este premio) significa una oportunidad y una responsabilidad de inspirar a la próxima generación de científicos y científicas apasionados por este tipo de trabajo.” Ghez además es una defensora de la diversidad en la ciencia que, según ella, proporciona diferentes formas de ver las cosas y contribuye a la excelencia.

Una chica normal y extraordinaria al mismo tiempo, que hizo historia cazando gigantes cósmicos.

 

Este artículo, redactado por Sandra Benítez Herrera, fue publicado originalmente en la Revista Astronomía en febrero de 2021.

órbitas estrellas
Órbitas de las estrellas más cercana al agujero negro supermasivo Sagitario A*. Se observa la estrella S0-2, la favorita de Andrea Ghez. Crédito: Keck/UCLA