El Castillo de las Estrellas

Montaje artístico con la portada del libro “El Castillo de las Estrellas”, escrito por Enrique Joven (IAC) y editado por Roca Editorial, sobre una imagen astronómica –Triángulo de Pickering, zona central del remanente de supernova conocida como nebulosa d
Fecha de publicación
Autor/es
Enrique
Joven Álvarez
Categoría

Descubre la conexión entre el esotérico Manuscrito Voynich del siglo XV y la sospechosa muerte del astrónomo Tycho Brahe, amigo de Johannes Kepler, en la novela de misterio El Castillo de las Estrellas, de Enrique Joven, físico e ingeniero senior del IAC.

Sinopsis:

Héctor es un joven sacerdote jesuita español que enseña ciencias en un colegio de una pequeña capital de provincia. Sus pasiones son Internet, la astronomía y las matemáticas. Forma parte a través de la Red de un grupo que, durante años, intenta desentrañar los secretos del libro conocido como Manuscrito Voynich. Un libro que tiene existencia real –se encuentra depositado hoy en día en una biblioteca universitaria de EEUU–, y que no ha podido ser traducido en más de cuatro siglos, desde que supuestamente apareció en la corte del inestable Rodolfo II, sobrino de Felipe II y emperador del llamado Sacro Imperio Romano. Con Héctor colaboran Juana –mejicana de pasado oscuro profundamente creyente–, y John, un brillante astrofísico inglés completamente agnóstico. Pero en la corte de Rodolfo II de Bohemia no sólo hubo libros ilegibles. También trabajarían allí dos de los mejores matemáticos de todos los tiempos: el danés Tycho Brahe y el alemán Johannes Kepler, astrónomos que –junto a sus coetáneos Nicolás Copérnico y Galileo Galilei–, sustentarían el más formidable entramado de la Historia de la Ciencia. Héctor, el protagonista de la novela, ve alterada su investigación sobre el extraño manuscrito con la aparición de un libro escrito por una pareja de periodistas norteamericanos de éxito. En este pretendido ensayo los dos periodistas reinterpretan a su modo la propia Historia, adjudicando a Johannes Kepler el más que dudoso papel de asesino del que fuera su maestro, Tycho Brahe. Kepler habría matado a Tycho con el único afán de robar sus resultados astronómicos y pasar a la posteridad. Las peripecias e investigaciones del joven jesuita y sus amigos toman caminos insospechados a lo largo de la novela, no sólo por la variedad de personajes que aparecen y se relacionan con el Manuscrito Voynich, sino por el hecho añadido de que es la propia Compañía de Jesús la propietaria del libro durante el largo período que transcurre desde la desaparición del extraño volumen hasta su redescubrimiento a principios del siglo XX.

Comentarios:

El Castillo de las Estrellas es una novela con mucha menos ficción de la que aparentemente puede deducirse de la lectura de la sinopsis. Aunque no está exenta –como toda novela de intriga con componentes históricos que se precie– de toda suerte de acertijos, anagramas y claves para resolver los numerosos misterios que van apareciendo durante su desarrollo, el fondo plantea una pregunta fundamental: ¿Está la sociedad actual separando correctamente los conceptos de Fe y Razón, de Religión y Ciencia? El autor utiliza para intentar responder a esta pregunta varios hechos reales. En primer lugar, la propia existencia del famoso Manuscrito Voynich, cuya leyenda –especialmente en Internet y más entre los aficionados a la criptografía– no para de crecer día tras día. Y, en segundo lugar, la igualmente cierta existencia de un muy reciente y controvertido ensayo sobre la figura de Johannes Kepler, publicado con propósitos nada claros. El autor ha podido averiguar –con gran sorpresa por su parte– las sutiles maniobras que se esconden tras este intento de desprestigiar a una de las grandes figuras de la Ciencia moderna, en lo que podríamos denominar “involuntario” periodismo de investigación llevado a cabo por un científico metido a novelista. El viejo Voynich sirve como excusa para desarrollar el hilo argumental, así como para dar coherencia –y hacer amena la lectura en el ámbito puramente novelesco– a todo el libro. Pero quien quiera puede además descubrir cómo se está tejiendo en determinados círculos –especialmente norteamericanos– una intrincada tela de araña de índole puramente religiosa desde las más altas instancias económicas y de poder. Y estas cuestiones –como el auge del llamado creacionismo frente al evolucionismo, o el escepticismo hacia las predicciones científicas relacionadas con el cambio climático o los recursos energéticos–, están llevando a la sociedad en su conjunto a un preocupante desprecio tanto de Ciencia como de científicos, encomendando nuestro futuro a algo tan intangible como pueda ser la providencia divina. Quien lea El Castillo de las Estrellas encontrará misterio, aventura o intriga en la misma o mayor medida que en otras novelas de su género. También buenas dosis de historia y divulgación científica, la gran olvidada –tal vez por ignorada– de la novela de entretenimiento. Pero, a diferencia de éstas, no hallará asesinatos, ni confabulaciones, ni prioratos, templarios o reliquias sagradas en oscuros e ignotos episodios bíblicos. Quizá encuentre simplemente la realidad misma. Que puede ser incluso más peligrosa. Pero no menos entretenida.

Extracto de El castillo de las estrellas:

“El avión era un pequeño cuatrimotor de hélice que cada hora unía las islas de Tenerife y La Palma. Apenas podía dar cabida a treinta personas dentro, y apenas utilizaba otros treinta minutos para cubrir la ruta. El tiempo justo para comer la chocolatina que la azafata ofrecía al pasaje. Habíamos sacado billete de ida y vuelta para hacer la visita durante el mismo día. John no perdía la esperanza de que a Juana se le pasara el enfado y poder reconciliarse antes de que ella se volviera a su país. El plan de viaje cambió cuando en la terminal del aeropuerto, apenas quince minutos antes de embarcar, su teléfono móvil pitó.

—Vaya. Un mensaje justo cuando iba a desconectar el aparato —comentó.

Se quedó mirando la pantalla de su Nokia con cara de pocos amigos. Intenté ser uno de esos pocos afortunados y le pregunté la razón.

—    ¿Qué te ocurre?

—Juana está en el otro aeropuerto. Al sur de la isla.

—    ¿Ha cambiado de opinión? ¿Se ha equivocado?

—No, nada de eso. Me envía su trayecto: «TFS-MAD-MEX». Ni siquiera se ha despedido —añadió, con gesto de resignación. Luego reaccionó con una mal disimulada entereza y me propuso cambiar el billete de vuelta. No tenía sentido hacer un viaje tan precipitado.

—Vamos al mostrador, Héctor. A ver cómo lo pueden arreglar.

Modificamos sobre la marcha el viaje. John se quedaría ya alojado en la residencia del observatorio —había traído su equipaje— durante las dos semanas en las que trabajaría allí. No había posibilidad de reencuentro, así que era tontería ir para volver al día siguiente. En cuanto a mí, me ofreció pasar una noche completa en el observatorio, una posibilidad normalmente vetada a los visitantes.

—No te preocupes, puedes hacerte pasar por un becario de investigación —se rio—. Claro que tampoco vas a poder dormir, si has de volver por la mañana temprano.

No me importó. Al contrario, casi agradecí la oportunidad que se me brindaba. Pasar noches en vela era algo a lo que estaba perfectamente acostumbrado. Mi billete de vuelta a Tenerife enlazaba con mi vuelo de regreso a Madrid. Con tiempo por delante como para llegar a la Península y pasar los días siguientes las Navidades en familia. John intentó comunicar varias veces con Juana, sin conseguirlo. Terminó claudicando y apagando a su vez el aparato. Subimos al pequeño avión y despegamos entre un mar de nubes. El paisaje por encima de ellas, con el volcán asomando su cumbre nevada, fue espectacular. No menos espectaculares resultaron ser los paisajes de la isla canaria de La Palma. Conocida por sus habitantes como La isla Bonita —igual que la canción de Madonna—, se trata de una formación volcánica alrededor de un gigantesco cráter, llamado la Caldera de Taburiente. Desde el aire uno tiene la sensación de que un ser sobrenatural ha hundido una gigantesca cuchara en sus entrañas, arrancando un buen trozo de isla. El observatorio se encuentra situado justo en el filo del cráter, en el punto más alto. Allí se encuentran también unas extrañas formaciones basálticas, llamadas Roques, con apariencia casi humana. De ahí su nombre y el del propio observatorio: Roque de los Muchachos. Éstas y otras cosas nos fue contando Marco durante la subida. Marco Giuliani era un astrofísico italiano que, al igual que John, tenía tiempo asignado para utilizar uno de los telescopios del observatorio. Conducía con destreza por la nerviosa carretera que sube desde el nivel del mar hasta los casi 2.400 metros de altura en que están emplazadas las instalaciones científicas. Cuando llegamos, yo tenía media chocolatina en la boca y otra media en el estómago. Nos despedimos de él hasta la hora de comer —cosa que en esos momentos no me apetecía en absoluto— y comenzamos a caminar por la carretera interior que comunica los distintos edificios. Realmente se notaba el esfuerzo por efecto de la altitud. Tardé en acostumbrarme y al principio no pude hablar sino entre jadeos.

—Es curioso —resoplé—. Desde siempre los observatorios astronómicos se levantan en islas.

—Más que algo curioso, es algo lógico y práctico —contestó John—. Los dos mejores lugares del mundo para observar el cielo están en islas volcánicas, de altas cumbres y cielos claros. Hawaii en el océano Pacífico y Canarias en el Atlántico. Mira allí —señaló con el brazo, cambiando el asunto de la conversación—. Ese enorme panal de espejos que mide más de quince metros de diámetro se utiliza para captar la radiación Cherenkov.

No tenía ni idea de qué era esa radiación y además tenía otra cosa en la cabeza.

—   ¿Tú sabías que Tycho Brahe tuvo una isla para él solo? —volví a la carga.

—Ajá. La isla de Hven, en el mar Báltico —contestó—. Entre la isla principal danesa de Zeland y la península escandinava. Unos pocos kilómetros cuadrados nada más. Le echó de allí el joven rey de Dinamarca, que luego arrasó el observatorio para ponerle un discreto nido de amor a su amante. Menos mal que Tycho ya se había muerto y no lo vio —añadió. No parecía muy interesado en la vida del astrónomo danés porque volvió inmediatamente al tema anterior de la radiación Cherenkov.

—El año pasado casi tenemos un disgusto con ese chisme. Imagina que se descontrolaron los motores de movimiento de la montura, y se quedó todo el espejo apuntando directamente al sol. Una lupa de quince metros de diámetro, ahí es nada. Carbonizó todos esos matojos de allí.

En efecto, se veía un buen pedazo de superficie quemada. Aunque yo seguía dándole vueltas al asunto de la relación entre insularidad y astronomía. Supongo que aislarse resultaba también una buena forma de trabajar. John me llevó al edificio en el que él trabajaría las noches siguientes. El telescopio William Herschel, bautizado así en honor del famoso astrónomo británico. Descubridor de Urano, de la posición del sol en nuestra galaxia y de muchas otras cosas. Y el primer hombre en diseñar telescopios realmente grandes. John me remarcó este punto mientras cruzábamos la entrada. Curiosamente, la puerta de madera del edificio que alberga la enorme cúpula esférica del Herschel era casi idéntica a la de una iglesia. Se lo hice notar.

—No te extrañe, cura. Por algo se llama metafóricamente a los telescopios los Templos del Cielo.

En efecto, al entrar en el telescopio William Herschel tuve una sensación idéntica a la que experimento cuando entro en una catedral. Algo intangible me atrapa y me arrastra, llevándome a lo más alto, acercándome a lo divino. Aquello era una auténtica catedral, una gigantesca construcción de vidrio y acero dedicada únicamente a la contemplación del cielo. Me quedé embobado mirando la imponente bóveda y el aspecto de la estructura que sostenía el espejo casi perfecto de más de cuatro metros de diámetro.

—Espera a que lo veas moverse esta noche. Es como un reloj de varias toneladas.

—Esperaré, por supuesto —me limité a decir, mientras sacaba ensimismado unas cuantas fotografías.”

ENRIQUE JOVEN ÁLVAREZ

Nacido en Zaragoza en 1964. Doctor en Ciencias Físicas. Su primera incursión literaria fue la publicación de dos capítulos en la novela colectiva apadrinada por ElMundoLibro titulada La Rebelión de los Delfines (Espasa, 2001). Un año más tarde publicó una primera novela experimental en solitario: El Libro Horrible (Difácil Editores, 2002). Fue también autor y guionista de la serie de divulgación científica Un Programa Estelar, producida y emitida en diferentes canales –principalmente La 2– por TVE durante 2004 y 2005. Desde 1991 reside en Tenerife, donde trabaja como ingeniero senior del Instituto de Astrofísica de Canarias y colabora esporádicamente en prensa con artículos sobre internet, ciencia y nuevas tecnologías. El Castillo de las Estrellas es su segunda novela, publicada inicialmente por RocaEditorial (Barcelona) en 2007 y traducida, además del castellano, al italiano, portugués, checo, coreano, polaco y ruso. También ha sido traducida al inglés en EEUU por Harper Collins en dos ediciones. En 2013 publicó una nueva novela, El Templo del Cielo, de nuevo con RocaEditorial, así como una biografía del químico británico John Dalton dentro de la colección Grandes Ideas de la Ciencia de RBA, igualmente traducida en Francia e Italia.

 

FICHA BIBLIOGRÁFICA:

El Castillo de las Estrellas
Autor: Enrique Joven
Editorial: Roca Editorial
Barcelona, 2007, 1ª edición en tapa dura. 2008, 1ª edición en bolsillo.
400 págs.